Yo sentí que fue un cambio repentino, por supuesto. No era la persona más feliz que pudieras haber conocido, pero estaba en paz conmigo misma. Si por mí hubiera sido, en un día cualquiera hubiera podido pasar horas sin que se escuchara mi voz. En esas horas me quedaba viendo los peces ir y venir, moviendo sus aletas translúcidas y levantando pequeñas piedras cuando rozaban el suelo del acuario. En esos momentos me llenaba de calma y olvidaba el trance entre placer y dolor que me causaba arrancar pequeños pedazos de mi piel enrojecida. Pero un día dejé de interesarme por los peces. Mi piel dolía cada vez que movía los músculos de la cara y de las manos. Me encontraba mirando el techo con manchas de humedad y pedazos de pintura desprendidos. Ni siquiera estaba triste. Aún ahora no sabría cómo describir lo que sentía en ese entonces, a pesar de que varios médicos le hayan puesto nombre propio. Sentía un nudo cada vez que pasaba saliva, a pesar de que me alimentaba cada vez menos. Me pesaba la cabeza. Fue ahí cuando llegaron las pastillas.
Empecé tomando una cada noche antes de dormir. Prácticamente no era por la noche, porque lograba conciliar el sueño por ahí a las 2, 3 de la madrugada. El constante zumbido del filtro del acuario parecía tanto arrullarme como intentar mantenerme alerta. Entonces un día, cuando las pastillas ya se habían convertido en mis tres comidas diarias, lo desconecté. Los peces más pequeños empezaron a morir. Cuando encontré los primeros dos, sentí que el nudo de la garganta me trepaba hasta la boca. Se me hizo difícil respirar. Me quedé en silencio por varios minutos, mientras los otros peces, aún resistiendo, nadaban por ahí, indiferentes a la muerte de sus compañeros de vida. Fue ahí cuando llegaron las lágrimas.
Empezaron a caer poco a poco, mientras mi cara permanecía rígida. Luego me di cuenta de que estaba en el piso, había sacado los peces y los había puesto en un vaso, y yo me aferraba al vaso mientras lloraba a grito herido. Berreaba como cuando tenía 10 años y mi madre me regañaba por tonterías que ahora mismo no recuerdo. Al parecer ya estaba atardeciendo, pues el cielo se había coloreado de un naranja ácido. Había llorado tanto que ya no tenía voz. Era el llanto silencioso que normalmente se atribuye a los niños malcriados. Me sentía tan horrible y asquerosa que pensé que ese momento nunca se acabaría.
Pero fue muy ingenuo de mi parte pensar eso. En ese momento no tuve la consciencia suficiente para recordar que nuestra existencia es efímera; y que basta un segundo para que las cosas ya no estén en el presente.
No sé por cuánto tiempo más hubiera llorado si Él no hubiera tocado la puerta.
Un día le pregunté a uno de los doctores, en un arranque corto de lucidez y curiosidad, si era remotamente posible morir de tanto llorar. Lamentablemente no me acuerdo bien de su respuesta. En ese entonces, mis momentos de lucidez eran muy cortos. Sé que mencionó algo sobre los pulmones. A veces me gusta imaginar cómo se van encogiendo a medida que uno llora más y más. Seguramente no funciona así, pero ese pensamiento me basta para tener calma.
Fue ese doctor el que me dijo que las cosas no pasan de golpe. Y yo le creí, hasta hoy le creo y vivo bajo esas palabras. Me dijo que era cuestión de tiempo. Que mi cuerpo estaba acumulando cosas en segundo plano desde hacía semanas, quizá meses. Que yo inconscientemente había querido evitar reconocerlo, hasta que perdí esa batalla.
No sé cómo Él entró a mi apartamento. No recuerdo si me levanté y le abrí la puerta, si había olvidado nuevamente entrar la llave de emergencia, o si Él había forzado alguna ventana.
Si me hubiera visto a mí misma en ese momento, sé que me hubieran fallado las piernas y me habría tambaleado. A veces, dentro de mis sueños, logro verme en ese día a través de los ojos de alguien más. Pero no siento nada, es como ver una película que me sé de memoria. En los sueños no existe la noción del tiempo y por eso no me causa ninguna emoción verme en ese estado.
De tanto soñarme en ese momento, tengo la oportunidad de escribir en detalle cómo estaba cuando Él me encontró. Estaba roja, hinchada, llena de cicatrices y huecos dentro de la piel, mis dedos eran más carne y sangre que otra cosa. Había vuelto a conectar el filtro del acuario en algún momento, lo sé porque aún en el sueño puedo escuchar su zumbido y puedo ver las manchas de sangre en la pared junto al tomacorriente.
El vaso con los peces muertos seguía entre mis brazos, mi ropa estaba mojada porque los sollozos que sacudían mi pecho hacían que el agua del vaso se desbordará.
Aún me da tristeza no poder acordarme del rostro de Él en ese momento. ¿Cómo habrán reaccionado sus ojos...? Esos ojos que con la iluminación en el ángulo correcto parecían ser de color miel profundo, un color que sentía que quemaba. Esos ojos que no me decían absolutamente nada cuando su portador se lo proponía.
No recuerdo qué hizo Él conmigo esa tarde. Si tengo fragmentos en mi mente de lo que pasó, seguramente me los inventé para compensar ese hueco temporal en mi existencia que tantas veces he intentado reconstruir.
Sin embargo, lucho conmigo misma para convencerme de que el recuerdo de Él cargándome en sus brazos sí es real. Porque, aunque suene asquerosamente cursi, casi puedo sentir aún el calor que le transmitía a mi cuerpo tembloroso y débil. Este cuerpo que muchas veces sentí que era muy poco para Él.
Tardé un par de semanas en volver a escuchar mi voz. Le pregunté a Él por mis peces. En realidad se lo pregunté al aire. Ni siquiera sabía que Él estaba ahí, no podía mover el cuello y miraba al techo. Pero supuse que debía haber alguien ahí conmigo, al menos así sucede en las películas. Y para mi amarga alegría, él estaba ahí, leyendo uno de esos libros infinitos que jamás terminaba, y que yo odiaba simplemente porque no dejaba de verlos regados por todas partes cuando vivíamos juntos.
Otro doctor, no el que me dijo que las cosas no pasan de golpe, sino otro, el primero que me atendió, el rubio con entradas pronunciadas en el cabello, me dijo una vez que yo simplemente había perdido la esperanza. Que había decidido apagarme. Que la soledad suele servir hasta cierto punto, pero que había llegado el día que no podía seguir mintiéndome: estaba destruida por dentro, estaba llena de palabras que no tenía a quién decir. Me estaba consumiendo, y yo lo ignoraba.
— Siempre fuiste terca.
Eso fue lo que a Él se le ocurrió decir cuando tuve el ánimo de contarle aquello. Luego sonrió levemente, y volvió a dirigir su mirada hacia aquel libro.
Si mal no recuerdo —y en cuanto a eso ya ni puedo confiar en mí misma— pasaron más de dos meses hasta que volví a disfrutar quedarme viendo cómo nadaban mis peces.
Y Él nunca me quiso decir por qué se quedó tanto tiempo.
Enviado por Diana Hidalgo Díaz para Lo Saqué del Bolsillo
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Fotografía:
Ux Sierra
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