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Mi vida en silla de ruedas

miércoles, enero 20, 2016Bolsillo Público


Esta semana por motivos profesionales tuve que salir del país a una reunión de negocios con un cliente. El día empezó normalmente, sin embargo al llegar al aeropuerto de mi ciudad para empezar el viaje, empecé a sentir un leve dolor en la espalda. Por precaución, compré una medicina para aliviar el dolor en caso de que éste se acrecentara en el transcurso del viaje: no me podía imaginar estar fuera del país causándome sufrimiento y dañando mi agenda de trabajo.

Al llegar a mi destino el dolor se venía incrementando gradualmente, al punto que al llegar la noche casi no me podía mover. Me costaba sentarme, levantarme y girar hacia los lados. Ni que hablar de agacharme o levantar una maleta. Me empecé a atemorizar, tanto, que no me atrevía a acostarme en la habitación del hotel hasta estar absolutamente seguro de dos cosas:
  1. Que no me tendría que volver a levantar para nada hasta el día siguiente, y
  2. En caso de que no me pudiera levantar de la cama al día siguiente: tener el teléfono del hotel, mi celular y mi portátil justo a mi lado para una llamada de auxilio.
En el transcurso de la noche, estuve absolutamente inmóvil, ya que cualquier leve giro o movimiento generaba unas agudas punzadas en la parte media de mi espalda; siendo consciente hasta ese momento, de mi nivel de cobardía y bajo umbral del dolor. Un pensamiento cruzó mi mente: ¿Qué tal si este dolor nunca termina? ¿Que tal que sea solo el comienzo y el final implique andar en una silla de ruedas? ¡Dios no lo quiera!

A eso de las 3 de la mañana me desperté sin haberme movido medio centímetro de mi posición inicial y sin haber cambiado un grado mi ángulo de inclinación en la cama, con la intención de ir al baño y darme cuenta que mi vida seguía siendo normal. Media hora después seguía absolutamente inmóvil, no tenía la fuerza necesaria para soportar el dolor de levantarme de la cama. En ese momento dejé ir mi mente en todas las posibilidades, incluyendo aquellas que no queremos vivir nunca, como por ejemplo que mi movilidad autónoma se hubiera acabado ese día y mi nueva compañera de vida fuera, efectivamente, una silla de ruedas.

“No debe ser tan terrible” – pensé- “muchas personas con limitaciones de movilidad llevan su vida aferrados a ese fabuloso invento que les permite continuar, por decirlo de alguna manera, con sus vidas de una manera normal. De hecho mi trabajo está fundamentado en el conocimiento, para lo cual necesito mi cerebro, aunque no está de más un computador y acceso a Internet. Con eso me defiendo para sobrevivir.”

“Bueno” -pensé nuevamente- “en el peor escenario llamo al lobby del hotel o a mis compañeros de viaje y les pido ayuda. Me trasladarán a algún centro médico y en el peor escenario, saldría movilizándome a bordo de una silla de ruedas y problema resuelto.”

Eso podría estar bien, seguramente tendría que cambiar algunos paradigmas de vida, aprender a desenvolverme con algunas pequeñas variantes en el entorno. Seguramente desarrollaré una gran fortaleza en mis brazos y expandiré mis pectorales. Igual podría salir del edificio en el que vivo en mi silla de ruedas y entrar al edificio donde queda mi oficina sin problemas, ya que ambos tienen rampa y ascensor.

De repente me di cuenta de varios obstáculos que tendría que atravesar. Si bien podría salir de mi apartamento y subir a la oficina que queda a una cuadra de distancia, ¿cómo haría el recorrido? Recorrí mentalmente los 250 metros que separan mi apartamento de mi oficina y aterricé en ese momento en una cruda realidad que viven muchísimas personas .

Afortunadamente en la cuadra donde vivo todos los predios tienen los andenes al mismo nivel y no es necesario arriesgar la vida transitando por la calle en un vehículo que no está diseñado para ello. Pero por un momento pensé, ¿qué tal que alguien estacione, como solemos hacerlo, sin respetar el andén y no pueda pasar? O, si llego a la esquina, ¿cómo hago para cruzar si no existen las rampas adecuadas para pasar de un extremo a otro? No me quedaría otra alternativa que jugarme la vida atravesando la calle a mitad de cuadra en una diagonal perfectamente calculada entre la entrada a un garaje y su equivalente en la acera contraria.

En caso de que sí hubiese rampa en las esquinas, serían como unas recién estrenadas en mi ciudad: prácticamente imposibles de usar en silla de ruedas. Quitándole un poco el realismo y siendo optimista, sí habría una rampa en la que no se voltearía la silla de ruedas, pero me vería abocado a un desafío mayor: En Barranquilla prácticamente no existen las cebras para los peatones y, en el evento que existan, los conductores no tenemos la cultura ciudadana para entender su significado y utilización.

Finalmente regresé a la realidad del momento y logré dormirme nuevamente hasta las 6 de la mañana, cuando me encontré con el mismo escenario: no me atrevía a levantarme. Media hora después me armé de valor y logré incorporarme. Gracias a una sesión de fisioterapia virtual dirigida por mi esposa a través de Facetime, el fantasma de la silla de ruedas empezó a desvanecerse gradualmente. Al final del día pude continuar con mi agenda de trabajo y mi vida volvió a la normalidad. Sin embargo me quedaron varias reflexiones:
  1. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.
  2. Nuestras ciudades no están preparadas ni física ni culturalmente para el libre desarrollo de las personas con problemas de movilidad física.
  3. Todos en la vida tenemos una silla de ruedas que nos pone limitaciones mentales a nuestra capacidad de desenvolvernos con éxito.
Muchas veces no creemos en nosotros, en nuestra capacidades, vivimos con temor. Piensa en cuáles crees que son tus limitaciones, identifica tu silla de ruedas, deshazte de ella y empieza a vivir sin limitaciones autoimpuestas. Tu vida seguramente cambiará.

Enviado por Juan Carlos Aspiazo para Lo Saqué Del Bolsillo
Encuéntralo a través de su página web Aspiazo.com

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