Antes de partir, le dedicó una última mirada. Ni una sonrisa, ni un gesto, solo unos ojos vacíos.
“Es lo mejor”, repetía para sus adentros, mientras él abordaba la plataforma que lo llevaría a aquel país del que ella había oído nombrar tan pocas veces. Siete, para ser exactos. Ahora se acordaría de ese lugar para siempre, como si lo tuviese tatuado en la piel.
Él levanta la mano y la saluda desde lejos. Tampoco sonríe, pero parece feliz, o al menos ella trata de convencerse de eso. Su cuerpo quiere devolverle el saludo, pero sus brazos no le responden y quedan colgados inmóviles a los costados de su minúscula figura.
“Es lo mejor”, se vuelve a repetir, mordiéndose los labios y el alma para no llorar. No quería que esa fuese la última imagen que él tuviese de ella. No podía permitírselo nunca, y menos aún en un día como el de hoy. Por un fugaz momento se imagina corriendo hacia él para pedirle que no se vaya, pero enseguida la realidad le hace desvanecer la fantasía.
Él da un paso y luego otro. Sus pies parecen pesados, casi como si los obligara a avanzar. Le dedica una última mirada a la mujer parada a esos escasos metros. Está cerca, pero al mismo tiempo nunca la tuvo tan lejos. Si tan sólo ella corriese y le dijese que no importa…. Pero prefiere pensar que irse lejos y no volver es lo mejor. Al fin y al cabo es lo que ella quería, y estaba aceptando su petición casi como una orden, como siempre hacía. Nunca quería verla infeliz, y si su presencia le molestaba estaba dispuesto a irse a donde sea.
Su amor era perfectamente asincrónico: cuando pudieron estar juntos, ella decidió por la mejor opción, la que querían sus padres: el amor típico, estable, y predecible. Él optó por amores fugaces… cuando ambos se dieron cuenta de que no podían estar separados, ya era tarde. El tiempo de jugar a los amantes locos ya había terminado y había que tomar una decisión radical.
Y él se va. Sigue caminando por aquel pasillo para subirse a ese avión que lo llevará a ese país en el que hablan otro idioma que él aún está aprendiendo a pronunciar.
Se fue. Ella se queda parada allí como en un trance. La razón le dice que es lo mejor, pero su cuerpo y su alma lo reclaman. Sabía que esto nunca hubiese pasado si no hubiese tomado las decisiones equivocadas en los momentos más inoportunos. Todo esto es su culpa y es consciente, pero ahora no quería pensar en eso. Se lo imagina subiendo en aquel avión, ubicándose en su asiento, mirando por la ventana como siempre le gustaba hacer. Los recuerdos la invaden, y con un suspiro las memorias que tanto había querido olvidar, reviven: las locuras que habían cometido cuando eran adolescentes, las tardes en el colegio, los besos robados y no tanto… Nunca había sido tan feliz como en esos tiempos en los que nada le importaba lo que piensen los demás y actuaba, sin pensar si era lo mejor o lo correcto.
Cuando cayó en la realidad, estaba empapada de lágrimas. A él no le gustaba verla llorar, se lo había dicho cada vez que la había consolado porque había discutido con su madre, o porque su padre la castigaba porque había reprobado el examen de geometría. Pero había pasado tanto tiempo de eso que casi le parecía que le había sucedido a otra persona.
Secó sus lágrimas con el pañuelo perfectamente doblado, planchado y perfumado que tenía siempre en su bolsillo derecho. Olía a violetas, su perfume preferido y con el que parecía haber nacido.
Eso fue todo. Era lo máximo que se pudo haber permitido. Se dirigió al toilette, lavó su cara y sus manos y retocó su maquillaje, mientras se convencía de que no iba a derramar una sola lágrima más por él. Hasta ahí había sido su duelo. “Es lo mejor”, se repetía.
Su alma le decía que estaba equivocada, pero como siempre había hecho durante toda su vida, escuchó a su mente y sofocó los gritos del corazón.
Se miró al enorme espejo. Perfecta. Nadie nunca hubiese adivinado que hasta hace unos segundos era un mar de lágrimas.
Salió del aeropuerto y se dirigió al estacionamiento donde estaba aparcado su pulcrísimo auto último modelo. ¿Y si ese avión que pasaba sobre su cabeza en ese momento era el que lo llevaba lejos? ¿Y si él ahora estaba pensando en ella? Apartó esos pensamientos de su mente, mientras buscaba las llaves en su cartera.
Su familia la esperaba. Su perfecto marido y sus perfectos hijos, que parecían sacados de una propaganda de galletitas.
Subió al auto. ¿Cómo es que se le había ocurrido que la despedida iba a ser tan fácil? Se sentía vacía, como si una parte suya estuviese a bordo de ese avión. ¿Se puede amar a alguien para siempre? Ahora ella pensaba que sí.
Puso en marcha el auto y salió.
Mientras manejaba pensaba en su marido y en él, que ya seguramente estaba vaya Dios a saber dónde. Quería a su esposo y era feliz a su lado, pero esa felicidad era frágil y de papel, que fácilmente podía incendiarse y extinguirse con el sólo recuerdo de su otro amor. Por otro lado, el amor de él era brillante y hermoso, de esos amores que no tienen una forma definida y que se disfrutan mientras duran, como los fuegos artificiales: a veces, amigo; a veces, amante; a veces… siempre a veces, y nunca para siempre.
Las lágrimas comenzaron a brotar nuevamente. Cuando la luz se puso en verde, giró a la derecha y estacionó. No era correcto conducir en ese estado. Apoyó la cabeza en el volante de su perfecto auto y no hizo más que llorar.
Se odiaba por hacer siempre lo mejor, por no saber arriesgarse y por no permitirse ser feliz.
¿Pero qué podía hacer ahora, que ya no era esa quinceañera que actuaba sin pensar dos veces? ¿Qué podía hacer ahora que todos los recuerdos de una vida realmente feliz estaban mil metros sobre su cabeza, para ir a un país desconocido y ya jamás volver?
Pero por sobre todas las cosas, odiaba no estar en ese avión junto a él ahora.
“¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?...”, no paraba de hacerse la misma pregunta, aunque la respuesta ya la sabía. Su alma ahora volaba a decenas de metros sobre el suelo. Le pareció un pensamiento bonito y bastante acertado. Él era su alma. Y ahora ella no era más que un títere cuyos hilos eran movidos por la felicidad de los demás.
Quiso recordarlo siempre así, como su alma, como todo lo que debió haber sido y no fue… el recuerdo de ella a los quince, escapándose por la ventana de su casa para salir de noche con él; de su cabeza apoyada delicadamente en su hombro; de los cigarrillos que fumaban a escondidas; de los recreos del colegio; de sus primeras citas; del primer beso; de la primera vez…
Quiso que él y ese maldito avión se llevaran todo eso. Que se lo arrancaran de raíz. ¿Se puede morir por amor? Prefirió no pensar en la respuesta y concentrarse en exorcizar todas las memorias de su cuerpo.
Y así, lentamente se dejó ir. Salió del auto y voló cientos de metros. Una tijera invisible cortó los hilos del títere, mientras su cuerpo se fue transformando otra vez en aquella adolescente. Por primera vez se dio cuenta de que en la mano llevaba un hilo que no era como los demás: era rojo, brillante, y estaba vivo. Siempre lo había llevado, pero los otros hilos habían hecho que no sea consciente de él. Sonrió y se aferró a esa fantasía. Sabía lo que significaba, pero no le importó.
Siguió subiendo guiada por el hilo rojo, hasta encontrarse con el avión. Allí arriba lo vio: Ahora él también era un adolescente, y en su mano tenía el otro extremo del hilo rojo. Lo encontró mirando por la ventanilla, como ya sabía que lo encontraría. Le devolvió la mirada y la sonrisa, y por primera vez en mucho tiempo fue egoístamente feliz.
A la mañana siguiente, el cuerpo de una mujer fue encontrado en su auto; con la cabeza apoyada en el volante, y una sonrisa en los labios.
Enviado por Selene Amador para Lo Saqué Del Bolsillo.
Encuentrala en Instagram con @seleneamador, o en su página web http://selene-es-escritora.tumblr.com
1 comentarios
Excelente la historia.
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