Fotografía: Julien Dubois |
A María Elena se le venía el mundo encima. Aunque la frase resultaba irónica teniendo en cuenta el panorama que tenía de aquella ventana de avión, acercándose cada vez más al cielo. Ese día llevaba sus bonitos zapatos de tacón bajo que tanto le gustaban, su mamá decía que un buen par de zapatos podían hacerte volar así que siempre los escogía muy bien de acuerdo al color, textura, calidad y sobre todo, la forma en que sus dedos considerablemente grandes, se dibujaban en él. Pero esta vez el vuelo era literal y su alma no podía estar más vuelta puré, porque si Dios existía y era su amasador, se había dado cuenta de que si seguía presionando la iba a convertir en más líquido que masa.
Ella era una mujer de su casa, bastante culta en comparación con sus amigas, de andar elegante y mirada penetrante; quienes no la conocían bien, suponían de sus manías al escrutar las verduras para la comida, que aquella mujer era una fiera en la cama. Y vaya que lo era. La misma delicadeza con que examinaba las frutas le servía para seducir a su marido y la astucia con que regateaba los precios era la misma que se le salía en las uñas al clavárselas en la espalda. – Pedazo de imbécil – Exclamó algo abatida y ansiosa, pero sobre todo, enamorada.
Hacían apenas 24 horas que había cruzado el país para ir a ver a su madre en su pueblo natal. La pobre mujer yacía convaleciente en cama y antes de morir sólo pedía volver a tocar el contorno del rostro de su hija. Todos los vecinos sabían de las penas de la señora y de cuánto sufrió cuando ésta se escapó con aquel citadino de porte elegante que le prometía casa, dinero y felicidad. Cuando llegó todos se sorprendieron, menos la madre, que aguardaba cada día por ver la silueta de María Elena entrar por la puerta que tenía justo en frente de su cama.
- Hasta que se dignó, su alteza – Fue el reproche de recibimiento de José Salas, su novio de los 15 años.
– Ocúpate de tus cosas y yo me encargo de las mías – Resopló María con cansancio
– Eso, querida, es precisamente lo que hago – Le dijo el atrevido mientras la tomaba de la barbilla.
María Elena lo alejó de un manotón y corrió a contarle a su madre lo pequeño que se veía el pueblo desde un avión, a decirle cómo creía que se iba a quedar sin oídos mientras éste se elevaba en el aire y el vacío que se le hizo en el estómago cuando el aparato se despegó del suelo. Aquel vacío solo era comparable con el día en que decidió irse de su lado. – Jamás debí permitirlo. – Se reprochó la vieja, ya cansada de repetírselo noche tras noche.
- ¿Por qué no? Mamá, ¿qué iba a ser de mi vida en éste pueblo tan pequeño? No aborrezco mi tierra pero sí el tener que mantenerme atada a ella. Además, a ti no te ha faltado nada.
- Me faltó mi hija. ¡Y es que ésa gente de la ciudad lo que hace es lavarle el cerebro, mija! - La recién llegada levantó las rodillas del piso e hizo un ademán para agarrar una taza de café frío que estaba en la mesa de noche.
– Tú no sabes de lo que hablas – Pensó – He leído tantos libros y conocido a gente tan diferente que no me cabe duda que lo que necesitaba era lavarme el cerebro, hacerme ruinas y volver a comenzar.
Pero por supuesto aquello no lo dijo en voz alta. El resto de la tarde hablaron de las flores que se marchitaron porque ya no había quien las regara, de cómo el señor de la tienda le colaboraba llevándole la compra, porque ella con sus dolencias ya no podía ir hasta su vitrina; De los programas absurdos que pasaban por la televisión y de lo mucho que José Salas venía a preguntar por ella.
Al anochecer, María Elena salió por los panes para el desayuno, José mientras tanto se había quedado esperándola en la esquina de la cuadra y cuando al fin logró divisarla, corrió hasta ella y tomándola de la cintura la arrastró hasta el callejón de los Consuegra. - ¿¡Pero qué diablos…!? – Fue todo lo que pudo exclamar antes de que aquel insolente le clavara los labios en el cuello y dejara un par de constelaciones pintadas en su pecho con la lengua.
Ésa noche su determinación terminó igual que los condones, justo en la basura. Su autodenominado título de mujer de casa se escurría entre las sábanas húmedas, pero lo que sí no se lo quitaba ni José ni nadie eran las prioridades que su mente y su corazón aguardaban. Y aunque cínica y desvergonzada en su vida mandaba ella, no su vagina, y solo por haber cedido un poco no obtenía el título de zorra desvergonzada. Era una mujer con pezones sensibles y eso era todo.
A las 11 de la mañana llamó a su marido para que le arreglara el boleto de vuelta, en algún local con internet conseguiría los comprobantes y en menos de lo que besaba en la frente a su madre ya estaba otra vez montada en un avión camino a su casa.
Una noche bastó para convertirse en aquello de lo que siempre renegó y sintiéndose ridícula sintió cómo las llantas del pájaro de aluminio se despegaban del suelo. No tenía quejas de su marido que siempre era bien educado abriéndole la puerta, y lo bastante pícaro para darle una nalgada después. Mirando las nubes trató de convencerse a sí misma de que aquello solo era una mala jugada de los ovarios. – Mi hombre es todo un caballero envidiable, pero al fin y al cabo – Sentenció mirándose los tacones – Los hombres son como los zapatos: pueden ser cómodos para caminar o atrevidos para lucirse, pero nunca las dos cosas a la vez.
0 comentarios